Y bla, bla, bla…
PERFECTA – LUÍS RAMIRO
La primera vez que escuché esta canción lo primero que sentí fue
pena por la protagonista de la historia, e inmediatamente después, sentí la
misma pena hacia mí. La entendí demasiado bien para lo poco que me hubiera
gustado comprenderla.
Ya de adulta, con mi metro cincuenta de altura, he pesado desde 85
quilos, pasando por 58, 64 y hasta 51 quilos. Y de todas las maneras, paso por
delante del espejo y me critico, me detesto y hasta he llegado a odiarme.
Porque aunque el peso haya variado, la cabeza parece que no cambia su (mala) manera
de funcionar.
Lo deseé durante muchos años, quedarme en unos cincuenta y tantos
– sesenta y pocos quilos podía ser la solución a muchísimas de las cosas que me
sucedían y otras que me rondaban por la cabeza que no me aportaban nada bueno.
Pero, una vez conseguido después de mucho esfuerzo y hambre (resultado de una
“mega-dieta”), resulta que NO. ¿Y cómo es que no? Ni idea. Ni idea hasta que te
das cuenta de que no depende de un número de quilos. Depende de una mala
gestión mental y emocional que tenía que seguir haciendo y que iba a ser algo
más complicado que un año de estricto control alimentario.
Y entonces aquí estoy, 7 años después escribiendo sobre el
problema que no he sabido nunca solucionar.
Hoy estoy dando un ¿siguiente paso?, aún no estoy segura de ello.
Pero estoy haciendo algo que todavía no había conseguido hacer. Escribir sobre
ello, ordenarlo en palabras plasmadas en una pantalla, llevarlo más allá de mi
cabeza. Quizás así consigo amasarlo una vez más, de una manera distinta, y
suavizarlo.
No lo sé.
Esperemos.
Ojalá.
¿Qué pasa, cómo me siento y qué me digo en ciertos momentos?
Pasar, muchas veces, no pasa nada relevante. Aceptable.
Sentir, me siento en ciertas ocasiones impotente. Mejorable.
Y decir, no me digo prácticamente nada bonito. Inaceptable.
Y es que todo depende del día, las ganas, los ánimos y la mirada
que me echo al despertar, desde hace unos 25 años aproximadamente.
En mi cabeza se pasean libremente una serie de pensamientos y
comentarios desafortunados recibidos que desearía que no hubieran existido
nunca, pero con los que convivo hace ya mucho tiempo:
Ese pantalón me aprieta, “Se está poniendo muy gordita, Pepi (mi
madre)”, un top no, que se me ve la barriga, “ella que no baile con nosotras
que está gorda”, hoy no voy a poder saltar el potro, “¿quieres gustarle a los
niños? ¿Y si adelgazas?”, ¡una foto, ponte detrás del resto!, qué vergüenza
comer delante de los demás…, “los chándales son para los deportistas”, a él
tampoco le gusto ni le gustaré, se me marca demasiado el cuerpo, mejor de color
negro, algo más ancho, así no llamaré demasiado la atención, yo detrás que no
se me vea, “es muy simpática”, qué horrible estoy, ¡Mierda! ya llega el verano,
una camiseta interior me hará sentir más cómoda, ¡No! tirantes nunca, con estos
brazos…, “¿Vamos de compras? No, yo hoy no puedo (no quiero salir llorando del
probador)… Entre otros tantos. Tantos como para encontrar mi zona de confort en
la comodidad de no destacar, de ser semi-transparente o transparente entera.
¿Superficial? También me lo he dicho y reprochado infinitas veces,
nadie va a ser el primero en comentármelo. De hecho, nadie me juzga con tanta
dureza como lo hago yo conmigo misma. ¿Por un problema de peso? NO. Por un
problema de coco.
Porque es el coco el traicionero, el que me juega las malas
pasadas y el que me manipula para hacerme creer que lo que pienso es lo
absoluto y verdadero, no siendo siempre así.
Y como la chica de la canción con la que empiezo la entrada me
tapo los brazos hasta el día más caluroso de agosto porque tienen estrías.
Uso camiseta interior los 365 días del año para apretar mi barriga
y que no se tambalee como un flan.
Visto de negro mayoritariamente, porque me gusta, sí, pero también
porque disimula curvas y “michelines”.
Uso bikini desde hace 5 años y en lugares a poder ser íntimos o
poco habitados para evitar exponerme a miradas que no tendrán ninguna intención
pero que yo interpretaré como juiciosas hacia mi cuerpo.
Me sitúo la “última de una lista” (ficticia) de entre todas las
mujeres del planeta, por no tener que perder ningún puesto (ficticio) a ojos de
los demás ni de los míos.
Me avergüenza enseñar mi cuerpo por primera vez a cualquier persona.
Siento seguridad avisando de mi peso y del poco gusto que le tengo
a mi físico si alguien tiene que conocerme en persona (mi bandera).
Nunca me creí capaz de conseguir conquistar a las personas que me
gustan. (¿Yo? pero quien te has creído, Tere, si lo que ven es detestable).
No me hago fotos casuales. Medidas, recortadas y con posturas a
veces realmente complicadas para que no se marque la barriga, el muslo ancho,
el brazo gordo o mi poca estatura. Así que mejor, detrás de todos.
Conseguí que me agradara mi cuerpo por partes. A modo de puzle,
pero nunca entero, que se ven todos los desperfectos.
En la cama… (¡Ay! la cama y el sexo…). Esa postura no, que la
imagen es horrible; ahí que no mire; ahí que no toque; en eso que no se fije; poca
luz, por favor; ¿tapados con las sábanas?; ¡Madre mía, la de estrías que se ven!;
¿Y si no le atraigo lo suficiente?... En definitiva, estoy más pendiente de lo
que se ve de mí que en el disfrute que provoca la unión de dos cuerpos que se
desean. Pero es que me cuesta tanto creer que mi cuerpo es deseado…
Dos quilos más que hace un mes representan 30 quilos en mi cabeza.
Y a taparse con la ropa menos atractiva que encuentre.
Me veo y me reflejo en personas que pesan 140 quilos, yo soy algo
así (aun pesando 60). Distorsión mental, soy consciente de ello, pero ¿cómo se
cura?
Mirándome y remirándome no lo he conseguido.
Adelgazando no lo he conseguido.
Juzgándome no lo he conseguido.
Hablándolo no lo he conseguido.
Madurando no lo he acabado de conseguir.
¿Escribiendo sobre ello conseguiré algo?
Me quiero, claro que me quiero.
Pero no acabo de aceptarme. Ni de bajar el listón para no ponerme
como objetivo una utopía (un cuerpo bonito, esbelto y sin todas estas estrías
que lo rayan).
Poco a poco.
¿Otros 25 años más?
No lo sé.
Esperemos que no.
Ojalá antes.